Huellas de la literatura infantil en primera persona


por Virginia Mórtola / 22 de Junio de 2022




Ilustración: Lucia Franco

 ¿Cómo se transforman los niños en lectores? Esta pregunta se repite con insistencia y es probable que no encuentre una sola respuesta. En busca de comprensión cartografié mis propios recorridos, busqué las huellas que se estamparon como recuerdos y provocaron efectos. Desde las canciones de cuna, momento en que las palabras son música y aún no nombran el mundo, pasando por los cuentos de mis tías, los chistes de mi abuelo, las propuestas de alguna maestra y los libros que encontré abandonados. Quienes lean esta nota recorrerán los caminos y accidentes que provocaron mi necesidad de historias y el cariño por los libros.
«Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será»
Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero


Cuando «aún nadie sabe qué será», puede inquietar la incertidumbre o ensancharse la curiosidad. Si «aún nadie sabe qué será», es posible lo imposible. Este texto está a punto de ser. Empieza a ser. Y pretende reflexionar sobre las huellas, los rastros que se estampan como recuerdos y provocan nuevos recorridos.


Antes de que el sonido y el sentido se unan y sean palabra que nombra, somos recibidos con melodías; las palabras son música. Los colombianos Yolanda Reyes y Evelio Cabrejo, la francesa Marie Bonnafé, la argentina María Emilia López –por mencionar solo algunos– han postulado el carácter fundante de las canciones de cuna, los arrullos, la música de las primeras palabras de bienvenida.


Mi madre y mi padre me cantaban: «Muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perla y labios de rubí, dime si me quieres como yo te quiero, si de mí te acuerdas como yo de ti». El estribillo decía: «Yo te quiero mucho, mucho, mucho, mucho, tanto como entonces, siempre hasta morir». Bolero apasionado que ellos escuchaban cantar a Javier Solís y decidieron cantarme a mí. En ese momento yo era un buñuelo pelado y desdentado que cabía en la palma de una mano. Este recuerdo que les cuento me lo contaron. Recuerdo el cuento que se volvió huella. El exceso de pelo y dientes que ponían en mí a través de esas letras no tenían que ver con la literalidad de las palabras: hablaban de otra cosa. Los bebés no solo necesitan alimento, sostén, abrigo. También necesitan que repitan sus gorjeos, los miren, les regalen palabras que entonen mimos. Estos encuentros amorosos a través del lenguaje y la literatura son los inicios que preparan el terreno que ya empieza a ser huella.


En los inicios está la oralidad


Las narraciones familiares fueron los cuentos más potentes que recibí. Mis hermanas y yo nos sentábamos en ronda a escuchar las historias de la tía abuela María Elena. Narraba relatos con cadenas, gualichos y cementerios como si fueran los atractivos de un parque. El espanto nos imantaba. También disfrutaba muchísimo de escuchar a mi abuelo Pocholo sacarle chispas al lenguaje en sus improvisaciones constantes creadoras de chistes. Él transformaba al lenguaje en juego, lo corría de su función práctica, lo volvía elástico, absurdo, poético.


El gusto por las historias y la lectura tiene múltiples orígenes


En mi casa de la infancia no había libros. La biblioteca que conocí fue la de Mireya, mi tía paterna. Ella trabajaba en el Banco de Previsión Social y era directora espiritual de la Escuela Científica Basilio. Tenía varios ejemplares sobre espiritismo. Recuerdo especialmente uno de Nostradamus y sus predicciones, que leí como si se tratara de ciencia ficción. Los otros versaban sobre cosmética, máscaras y coquetería.

Mi tía era elegante y me quería mucho. Con ella tenía conversaciones cómplices sobre la vida y los dragoncitos. Fue en mi cumpleaños de nueve que me regaló El principito , de Antoine de Saint-Exupéry. El primer libro que alguien compró para mí. Ese fue, también, el primer libro que mi madre nos leyó en voz alta. Recuerdo la satisfacción que sentí cuando los adultos veían un sombrero en lugar de una boa que se tragó a un elefante. Este libro validaba la posibilidad de otras miradas, cuestionaba a los adultos. Se transformó en un aliado.

Al año siguiente, la maestra Tona leyó para toda la clase Saltoncito , de Paco Espínola. Esperaba cada episodio sentada en el banco marrón de la escuela. Recuerdo a Tona con el libro en alto y la historia que se proyectaba en imágenes detrás de mis ojos. Y los sobresaltos y la alegría que me provocan los avatares del protagonista. Me sucedía lo mismo que relata Garciela Montes cuando habla sobre sus propios momentos de encuentro con la lectura, en La frontera indómita:


Por la deformación de los recuerdos, supongo, se me hace que esos momentos fueron muy largos. Como si la duración del cuento estuviera hecha de otra materia (...) De esos momentos, que no tengo por qué pensar que estuvieron hechos de otra sustancia que los minutos y las horas que miden habitualmente nuestros relojes, tengo un recuerdo más lento, como si cavase un espacio diferente.

La duración del cuento está hecha de otra materia


Los primeros libros que leí sola fueron los que encontré abandonados en las casas a las que me mudé. Me mudé trece veces en mis primeros dieciséis años. Así descubrí Los cuentos de la selva , de Horacio Quiroga, lleno de polvo, entre adornos. Fue para mí una reliquia olvidada por los anteriores inquilinos. Leía como una arqueóloga que buscaba comprender la vida de los anteriores habitantes.

Otro recuerdo, enorme, también está unido a mi tía Mireya. Poco antes de morir –yo tenía doce años–, me regaló Señor Dios, soy Ana , escrito por un tal Finn. Lo leí en una noche, o eso me imagino ahora. Los recuerdos también guardan ficción en su sustancia. Ana, la protagonista, era una niña muy curiosa que deambulaba independiente por las calles y cuestionaba a los adultos. Una pequeña filósofa. Lo inquietante era que en los dibujos no podía verse la cara de Ana. Nunca. Había un gran misterio que me movía a continuar. Leía como si en esa devoción pudiera correrle el pelo y descubrirla, o como si en la lectura pudiera capturar algo del mensaje que quizá mi tía quiso dejarme, o más aún, como si en esas letras pudiera encontrar a mi tía.


Amor, misterio, confianza, espanto y enigma


A partir de esos libros fue profunda la huella de las historias escuchadas y las lecturas. Suspendieron el espacio y el tiempo. Es probable que me haya encontrado con otros libros, incluso que me leyeran otras historias, pero no lo recuerdo.

Yolanda Reyes, en La poética de la infancia , escribe: «Pensar en la esencia del lenguaje literario supone volver al centro de cada uno: a su modo de hablar, a su casa de palabras». Y continúa:


Para entender un cuento es necesario conectarlo con sensaciones, emociones, ritmos interiores, símbolos tal
vez arcaicos y zonas recónditas y secretas de nuestra experiencia. Si no nos permitimos explorar esas zonas secretas con sus penumbras y sus ambigüedades, la literatura no nos dirá nada así contestemos cuál es su tema o cuándo nacieron sus autores, así identifiquemos la introducción, el nudo y el desenlace.

Las historias que dejan huella no son las que vienen de la imposición y la obligatoriedad de la lectura. Como escribe Daniel Pennac en Como una novela: «El verbo leer no soporta el imperativo, aversión que comparte con otros verbos, como el verbo amar, por ejemplo». Leer puede ser tanto una tortura como una aventura asombrosa. La cuestión está en cómo se sostiene ese libro, desde qué lugar se narra una historia. Qué posición ocupamos como mediadores, cómo miramos a los niños. No es necesario sacarle el jugo al libro, porque lo secamos.


Vuelvo a la cita inicial de Calvino: «Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será».

Propongo mantener cierto enigma luego de terminado el libro. Soportar los silencios, escuchar las preguntas, aceptar los rumbos. Así, quizá, el encuentro se profundiza, el tiempo se detiene y aparece la huella.



Citas:


Calvino, Italo: Si una noche de invierno un viajero, Siruela, Madrid, 1999.
Montes, Graciela: La frontera indómita, Fondo de Cultura Económica, México, pág. 20.
Pennac, Daniel: Como una novela, Anagrama, Barcelona, 2006, pág. 8
Reyes, Yolanda: La poética de la infancia, Comunicarte, Buenos Aires, 2019, pág. 21.
Reyes, Yolanda: op. cit., pág. 22-23.